El padre Maksym Ryabukha partió temprano el lunes. En las calles de la capital ucraniana, que se encuentra en situación fantasmagórica por la furia de los bombardeos, encontró a cientos de personas que se volcaron en las calles con la esperanza de poder llevarse a casa un poco de pan, de leche, unas cuantas botellas de agua: necesarios para sobrevivir encerrados en los sótanos, en los bunker heredados de la guerra fría y en los estacionamientos subterráneos convertidos en improvisados escondites.
“He visto largas filas de personas tratando de obtener combustible de cualquier tipo, porque no se sabe qué pasará en las próximas horas”, informó el padre Ryabukha a los medios vaticanos. “Hay que darse prisa: a las 22 horas de esta noche no podremos volver a circular y mañana a las 7 de la mañana, cuando se pueda volver a salir, no es seguro que todavía encontremos algo para comer”, explica el sacerdote con preocupación.
La historia de un sacerdote que en la ciudad de Vyšhorod, a menos de 20 km de Kiev, celebra misas en un búnker bajo la luz de una lampara, es la señal tangible y emblemática de que la Iglesia greco-católica no ha abandonado a sus fieles y la población. Y también se ha convertido en un símbolo de esperanza. “Este sacerdote -indica el padre Ryabukha- también el domingo pasado se reunió debajo de su casa con algunas personas y celebró la Eucaristía, a pesar de la furiosa batalla”.
“La Iglesia tiene muchas opciones de ayuda que puede ofrecer: la primera y más importante es el apoyo espiritual y moral. Porque la gente realmente necesita sentir el apoyo, la fuerza, la presencia de Dios y también del prójimo y del mundo”, enfatiza el sacerdote.
Desde que comenzó esta guerra, recuerda el salesiano, “nunca hemos dejado de celebrar Misas. También las transmitimos online a través de las redes sociales. Pero incluso nunca hemos dejado de visitar a las familias, estando cerca de los refugiados. Cada sacerdote, en sus propias parroquias, trata de gestionar como puede, ayudas concretas a las personas”.