La enfermedad llevó al joven Beltrami a consumirlo progresivo y a un aislamiento forzado. Solo la gracia de la fe le permitió aceptar la condición de que día a día lo hacía más parecido a Cristo crucificado y que una estatua del Ecce homo, que quería que estuviese en su habitación, le recordaba constantemente. “Saber sufrir”: para la propia santificación, expiación y apostolado. Celebró el aniversario de su enfermedad como un tiempo de gracia. “El 20 de febrero es el aniversario de mi enfermedad y lo celebro como un día bendecido por Dios; un día lleno de alegría, uno de los más bellos de mi vida”.
Ordenado Sacerdote en privado en las habitaciones de Don Bosco por Mons. Cagliero, con un apasionado deseo de santidad, consumió su joven vida en el dolor y el trabajo incesante: “La misión que Dios me confía es rezar y sufrir”, decía frecuentemente. “Ni curar ni morir, sino vivir para sufrir”, era su lema.
A su compañero que se compadeció de él le respondió: “Déjalo – dijo - Dios sabe lo que hace; que cada uno acepte su lugar y en ese lugar que Dios te da ser verdaderamente Salesiano. Ustedes que están sanos, trabajen, yo sufro y rezo”. Era un convencido de ser un verdadero imitador de Don Bosco.
Exactamente en observancia de las Constituciones, tenía una apertura filial con sus superiores y un amor muy ardiente por Don Bosco y la Congregación. En los cuatro años de su vida sacerdotal escribió notas con tonos ascéticos y se dedicó a la hagiografía. Escribió biografía de santos y volúmenes de lecturas agradables y educativas. Murió el 30 de diciembre de 1897, tres meses después de Santa Teresa del Niño Jesús, de la misma enfermedad y con el mismo espíritu de ofrecimiento. Tenía 27 años. Su cuerpo descansa en la iglesia de Omegna.
El testimonio de Andrés Beltrami confirma la afirmación de Don Bosco: “Hay uno solo Beltrami”, casi como para indicar la originalidad de la santidad de su hijo al encarnar el núcleo secreto de la santidad apostólica salesiana: la fecundidad del dolor vivido y ofrecido por amor.