Nuestra vida cotidiana, de un día para otro, se ha fracturado con el sonido de los cañones y los silbidos de los misiles. Me refiero a la cotidianidad en su normalidad: despertarse con el cielo rojo del amanecer o gris por la lluvia, el calor del desayuno fragante, el beso antes de salir para el trabajo o la escuela, el regreso por la noche, la comida en común, la noche segura en la propia cama y en el propio cuarto... y sueños, como todos los sueños de personas normales.
Desde ese día, todas nuestras mañanas han cambiado, y cada día se ha vuelto una pesadilla, una tensión constante, una total inseguridad. Quedan los pedazos, los fragmentos de nuestra vida habitual, como si se hubiera desarmado un rompecabezas completado. Pero nos hemos dado cuenta de que la guerra no puede poner “en pausa” la vida. Ahora nos toca reconstruir lo cotidiano, encontrar un hilo de sentido. La cotidianidad es el único lugar donde puede ocurrir la no pérdida de sentido y la reconstrucción de la esperanza, el crecimiento en el hoy, la promesa de un futuro. No podemos esperar el final, cuando llegue por la gracia de Dios (y el esfuerzo de los hombres). En lo cotidiano no debemos sobrevivir, sino vivir, y encontrar razones y maneras de dar sentido y sabor a las cosas. La cotidianidad no es fingir que no pasa nada, sino vivir cada momento con la oportunidad que nos ofrece: las relaciones familiares y de amistad, los encuentros comunitarios dominicales y durante la semana, el juego de los niños, la escuela y el estudio, las acciones de caridad. Claro, con los ojos, los oídos y las piernas bien preparados para enfrentar el peligro. En esta cotidianidad de espacio (rara vez no de escombros), también el tiempo es precioso, cada momento es precioso, cada instante se percibe como un don de Dios, porque el siguiente instante podría no existir.
¿Puede ser esto un don para ustedes, redescubrir y reevaluar la cotidianidad en su belleza, gratuidad y “maravillosidad”? ¿Cómo la naturaleza a veces sabe devolvernos (las plantas, los animales, el agua) con su resiliencia?
Pero no quiero hacer poesía barata. En esta fatigosa cotidianidad por reconstruir y redescubrir, somos un pueblo que sufre. ¿Podemos ofrecer esto también como don? ¿Se puede ofrecer en don el propio sufrimiento? Creo que sí, como experiencia de compartir humano y también como experiencia de cuerpo místico. La pasión y muerte de Cristo llevaron a la conversión del corazón humano. Creo que el dolor deshumano e injusto vivido en este tiempo dramático podrá convertir el corazón humano y reconstruirlo en paz.
Pienso que la reconstrucción de Ucrania partirá de este compromiso de la pastoral juvenil: devolver la luz a las conciencias, y quizás nos ayude el evangelio de las Bienaventuranzas, aquellas que invocan la paz y prometen el don de Dios a quienes han sufrido por las injusticias.
He hablado de la cotidianidad como espacio y tiempo (aquí-ahora) de la concreción de la vida. Pero no es un contenedor vacío. Esta cotidianidad está habitada, por personas, cosas, relaciones, incluso memorias. Presenta y exige una nueva forma de ser, donde la persona, el joven, redescubren la importancia de estar, de la relación, de lo esencial y de lo poco. He visto redescubrir estos valores (quería decir la “espiritualidad” de estos valores), que probablemente en otros lugares cuentan o valen poco, pero aquí marcan la diferencia entre la vida y la muerte, entre lo pleno y lo vacío, entre el sentido y la insignificancia, entre la luz y las tinieblas. Si tuviera que dejar un solo mensaje, dejaría este, precisamente porque es esencial y vital, y es algo que en el sufrimiento hemos redescubierto con mayor intensidad, y lo confiamos como nuestro tesoro a todos los amigos.