El primero es alrededor de Goma: en los últimos dos años, más de un millón y medio de personas han sido obligadas a huir de sus hogares a causa de los enfrentamientos entre las formaciones rebeldes, apoyadas también desde el extranjero, y el ejército regular congoleño y las fuerzas auxiliares asociadas a él. Los combates se han intensificado desde principios de 2024. “Esta crisis se caracteriza por la abundancia de actores armados en el conflicto, los desplazamientos masivos y un número creciente de personas que necesitan ayuda humanitaria”, resumía una nota de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) de las Naciones Unidas a finales de febrero. Se trata del enésimo desastre humanitario en una región ya devastada por treinta años de conflicto. Los cientos de miles de civiles que han dejado sus tierras y sus aldeas viven ahora en campamentos improvisados cerca de Goma, en condiciones de extrema pobreza.
Al mismo tiempo, otro conflicto, más oculto, se está desarrollando alrededor de Beni, a trescientos cincuenta kilómetros al norte de Goma, en un área que limita con Uganda. Aquí, en la primera mitad de junio, ciento cincuenta civiles fueron asesinados por grupos armados de fundamentalistas, que desde hace varios años se esconden en la inmensa selva ecuatorial de la región, para luego salir y masacrar a los habitantes de las aldeas. Su método es conocido: o las personas se convierten a su religión o son degolladas. Como dijo el Papa después del Ángelus del 16 de junio, “entre las víctimas, muchos son cristianos asesinados in odium fidei. Son mártires. Su sacrificio es una semilla que germina y da fruto, y nos enseña a testimoniar el Evangelio con valentía y coherencia”.
Estos mártires recuerdan a las víctimas de hace sesenta años. El 18 de agosto de 2024 en Uvira, en la Provincia del Sur Kivu, durante una Misa presidida por el Cardenal Fridolin Ambongo, Arzobispo de Kinshasa y enviado especial del Papa Francisco, serán declarados beatos tres misioneros javerianos de Parma y un sacerdote congoleño que fueron asesinados por los rebeldes Simba "en odio a la fe" en Baraka y Fizi, en el Sur Kivu, el 28 de noviembre de 1964. Su martirio precedió en tres días al de la hermana Anuarite, una religiosa congoleña asesinada en Isiro (Haut-Uele) el 1° de diciembre de 1964 y proclamada beata por el Papa Juan Pablo II en 1985. Pero en 1964, durante los disturbios que siguieron a la independencia del Congo (1960), muchos otros sacerdotes y religiosos, tanto misioneros como congoleños, fueron asesinados: en solo una semana, entre el 24 de noviembre y el 1° de diciembre, noventa y nueve hombres y mujeres de la Iglesia, incluido un obispo, fueron martirizados, sin contar las numerosas víctimas civiles.
El Cardenal Ambongo, entrevistado recientemente por Vatican News, se preguntó por qué hay tantas víctimas en esta región. “Todos somos testigos –dijo– de lo que está sucediendo en el Este, y realmente es incomprensible ver el aumento de las matanzas y, sobre todo, el desplazamiento de las personas alejadas de sus aldeas. Nos preguntamos: ¿por qué? Además de aquellos que han sido asesinados por su fe, en el Norte de Kivu, en particular en los territorios de Beni, Butembo, descendiendo luego hacia Goma, pasando por Masisi, Rutshuru y Nyiragongo, donde se sigue matando. Nos preguntamos realmente: ¿cómo puede suceder esto hoy? Y esto ocurre en una especie de indiferencia general por parte de la comunidad internacional”.
“Nadie se conmueve ante la masacre del pueblo congoleño –prosigue el prelado–. El masivo desplazamiento de la población congoleña dentro del país y en el extranjero deja indiferente la conciencia de la comunidad internacional. Esto realmente plantea preguntas. ¿Qué hemos hecho nosotros, pueblo congoleño, para merecer este trato?”
¿Entonces solo queda desesperarse? No, dice el Cardenal Ambongo. “El pueblo congoleño, por su naturaleza, es un pueblo de esperanza... Es un pueblo que se aferra a la vida, un pueblo que cree en su futuro y, a pesar de la oscuridad del momento, está convencido de que su futuro será mejor. Y personalmente, como pastor, en nombre de la esperanza cristiana, sigo alentando a nuestro pueblo a no ceder a la tentación del desaliento. Porque una vez que se cede a la tentación del desaliento, habremos ofrecido nuestro país al enemigo como un pastel en una bandeja de plata”.
“Si tengo un mensaje para mi pueblo –concluye el prelado– es que nunca se dejen llevar por el pánico, que no cedan al juego del enemigo. La esperanza cristiana está allí para sostenernos en nuestra lucha”.