Nueve sacerdotes salesianos polacos pertenecen también al número de los presuntos mártires del nazismo. Son los Siervos de Dios Padre Jan Świerc y los VIII Compañeros: Padre Ignacy Antonowicz, Padre Karol Golda, Padre Włodzimierz Szembek, Padre Franciszek Harazim, Padre Ludwik Mroczek, Padre Ignacy Dobiasz, Padre Kazimierz Wojciechowski y Padre Franciszek Miśka. Como sacerdotes, los Siervos de Dios se dedicaban a diversas actividades pastorales y gubernamentales y a la enseñanza en Polonia. Fueron completamente ajenos a las tensiones políticas que agitaron su país durante la ocupación bélica. Sin embargo, fueron arrestados y martirizados in odium fidei por el mero hecho de ser sacerdotes católicos.
La fuerza y la serena perseverancia conservadas por los Siervos de Dios en el ejercicio de su ministerio sacerdotal incluso durante su encarcelamiento representaron un verdadero acto de desafío para los nazis: aunque agotados por las humillaciones y las torturas, desafiando toda prohibición, los Siervos de Dios fueron guardianes hasta el final de las almas que les fueron confiadas y se mostraron dispuestos, a pesar de la debilidad humana, a aceptar la muerte con Dios y por Dios.
El campo de concentración de Auschwitz, conocido por todos como el campo de la muerte, y el de Dachau para el padre Miśka, se convirtieron así en el lugar del compromiso sacerdotal de estos salesianos: a la negación de la dignidad humana y de la vida, el Padre Jan Świerc y ocho compañeros respondieron ofreciendo, a través de los sacramentos, la fuerza de la gracia y la esperanza de la eternidad. Acogieron, sostuvieron mediante la Eucaristía y la confesión, y prepararon a muchos compañeros de prisión para una muerte pacífica. Este servicio se prestaba no pocas veces en la clandestinidad, aprovechando la oscuridad de la noche y bajo la amenaza constante y apremiante de severos castigos o, más a menudo, de la muerte.
Los Siervos de Dios, como verdaderos discípulos de Jesús, nunca pronunciaron palabras de desprecio u odio hacia sus perseguidores. Detenidos, golpeados, humillados en su dignidad humana y sacerdotal, ofrecieron sus sufrimientos a Dios y permanecieron fieles hasta el final, seguros de que quien pone todas las cosas en la Voluntad Divina no queda defraudado. Su serenidad interior y su comportamiento, manifestados incluso en la hora de la muerte, fueron tan extraordinarios que dejaron atónitos, y en algunos casos indignados, a sus torturadores.