Queridos lectores, amigos de la familia salesiana y bienhechores que apoyan la obra de Don Bosco en todas las situaciones y contextos, al enviaros una reflexión a través del Boletín Salesiano, he decidido continuar un poco más con el tema de la esperanza, como ya hice el mes pasado. Esto no solo por continuidad, sino sobre todo porque es un tema del que tenemos que hablar, porque todos lo necesitamos mucho. Es una manifestación de la delicadeza de Dios en nuestras vidas.
Pero cuando hablamos de esperanza, primero recordemos que es un elemento profundamente humano, y un criterio claro para interpretar la vida en todas las religiones. La esperanza tiene mucho que ver con la trascendencia, la fe, el amor y la vida eterna, como subraya el filósofo coreano Byung-Chul Han. Trabajamos, producimos y consumimos, señala este filósofo en sus escritos, pero en este modo de vivir no hay ninguna forma de apertura a lo trascendente, ninguna esperanza.
Vivimos en una época despojada de la dimensión de la fiesta, aunque estemos rodeados de cosas que nos aturden; un tiempo sin fiesta es un tiempo sin esperanza. La sociedad del consumo y del rendimiento en la que vivimos corre el riesgo de hacernos incapaces de ser felices, de disfrutar del momento en que nos encontramos. Incluso la situación más difícil siempre tiene migajas de luz.
La esperanza nos hace creyentes en el futuro, porque el lugar donde la esperanza se experimenta más intensamente es la trascendencia.
El escritor y político checo Vaclav Havel, presidente de Checoslovaquia durante la “Revolución de Terciopelo”, a quien muchos de nosotros recordamos, define la esperanza como un estado de ánimo, una dimensión del alma.
La esperanza es una orientación del corazón que trasciende el mundo inmediato de la experiencia; es un anclaje en algún lugar más allá del horizonte. Las raíces de la esperanza se encuentran en alguna parte dentro de lo trascendente, por eso no es lo mismo tener esperanza que estar satisfecho porque las cosas van bien.
Cuando hablamos del futuro, lo entendemos en relación con lo que sucederá mañana, el próximo mes, dentro de dos años. El futuro es lo que podemos planificar, prever, gestionar y optimizar. La esperanza es la construcción de un futuro que nos une al futuro que no tiene fin, a lo trascendente, a la dimensión divina. Cultivar la esperanza beneficia a nuestro corazón porque pone energía en la construcción de nuestro camino hacia el paraíso.
La palabra más pronunciada por Don Bosco
Don Alberto Caviglia escribió: «Al repasar las páginas que recogen las palabras y discursos de Don Bosco, se ve que la del Paraíso fue la palabra que repetía en toda circunstancia como el argumento supremo para animar cada actividad en el bien y soportar todas las adversidades».
«¡Un pedazo de paraíso lo arregla todo!» repetía Don Bosco en medio de las dificultades. Incluso en las modernas escuelas de gestión se enseña que una visión positiva del futuro se transforma en fuerza vital.
Cuando, ya anciano y debilitado, cruzaba el patio dando pequeños pasos, quienes lo cruzaban le dirigían el saludo habitual: «¿A dónde vamos, Don Bosco?» Sonriendo, el santo respondía: «Al paraíso».
Cuánto insistía Don Bosco en esto: ¡el Paraíso! Hacía crecer a sus jóvenes con la visión del paraíso en el corazón y en los ojos. Todos sabemos que podemos ser cristianos, incluso comprometidos, pero no creer en el paraíso.
Don Bosco nos enseña a unir nuestro aquí con el más allá. Y lo hace con la virtud de la esperanza. Llevemos esto en nuestro corazón y abramos nuestro corazón a la caridad, a nuestra humanidad que encarna aquello en lo que creemos profundamente.
Si recibís este breve escrito en el mes de noviembre, vivid esta esperanza con nuestros Santos y con vuestros difuntos, todos unidos en una cadena que parte de nuestra vida diaria y lleva hacia el infinito.
Como Don Bosco, vivamos como si viéramos al invisible, alimentados por la esperanza, que es la presencia providente de Dios. Solo quien es profundamente concreto, como lo era Don Bosco, es capaz de vivir fijando la vista en el invisible.