Con el pueblo sufre la Iglesia; la Iglesia es el pueblo que sufre. Sin hacer vuelos místicos, la Iglesia son, ante todo, los cristianos que viven este tiempo con esperanza y confianza en la presencia de Dios; y después son sus representantes y sus “lugares” y los medios que están presentes allí donde está la gente. Podríamos decir, sacramento de la presencia de Dios en los lugares de la vida.
La gente necesita que alguien mantenga viva la esperanza y seque las lágrimas. Muchos buscan espacios para seguir invocando el nombre del Príncipe de la Paz. Han nacido y se mantienen fieles numerosos grupos de oración tanto de jóvenes como de adultos. En la casa salesiana de Kiev, han superado los mil días de oración diaria a María Auxiliadora para que proteja a los jóvenes enrolados y a todas las familias, y obtenga de Dios el don de la victoria sobre el mal y de una paz justa y duradera. Pero no solo: son numerosos los grupos parroquiales de “madres en oración”, los grupos de padres llamados “caballeros de Colombo”, los grupos juveniles…
En cuanto a los edificios, también la Iglesia ha sufrido grandes pérdidas. Basta con ver aquí y allá iglesias destruidas, campanarios derrumbados, monasterios inutilizables; pero cuenta aún más la pérdida de personas, de posibles lugares de encuentro, de oración, de regeneración espiritual que estos edificios hacían posible. Por supuesto, ningún obispo, sacerdote o religioso ha huido; pero se ha roto la vida relacional que permitía vivir la fe en la cotidianeidad cristiana, los momentos de silencio y de retiro, de oración, de reflexión. Existe el riesgo de que desaparezca la vida comunitaria, que hace posible la vida espiritual.
La Iglesia se ha convertido en un hospital de campaña. No solo en el sentido metafórico que decía el papa Francisco, sino muchas veces también en el sentido literal. La gente ha encontrado allí un refugio seguro, el cuidado del alma y del cuerpo, el apoyo en la desesperación, el descanso en el cansancio.
En este punto, la Iglesia realmente se ha hecho carne, se ha hecho presente, yendo hacia, estando con, buscando, incluso cavando con las manos en la ayuda a la gente. Y los sacerdotes están allí como tejido para la vida desgarrada de las personas: los sacramentos como y donde se puede, la palabra, la presencia, la escucha, la oración, el mantener presente a Dios. Claro, podría bastar el tiempo y la disponibilidad a la escucha, la ayuda, la presencia, como un sentido de cercanía humana y solidaridad. Pero sabemos que de esta forma también hacemos evangelización, y anunciamos a Jesús en este estruendo y en estas ruinas, para que las ruinas de ladrillos y estructuras no se conviertan en ruinas de personas, y de la misma estructura de la vida cristiana.
Algunas veces he pensado: en este momento son más útiles los camiones de ayuda (y a veces también he pensado en las armas)... Pero no es así. El sacerdote, la Iglesia, tiene que ofrecer y hacer presente lo que no puede faltar, si aún queremos vivir con dignidad. La ayuda y el arma de defensa más poderosa contra el mal sigue siendo solo Dios. Esto es así, especialmente para los niños y los jóvenes. Si faltara la Iglesia en este estar, en este sueño de comenzar la reconstrucción, perderíamos no solo el futuro, sino peor aún, el alma misma.
Si la fecundidad de la Iglesia se manifiesta sobre todo en las vocaciones, pues bien, hemos tenido ocho jóvenes que han comenzado su camino en el Seminario, y la ordenación de cuatro diáconos, quienes han madurado su elección en este trágico periodo, en el cual quizás han descubierto un llamado diferente, han escuchado una voz distinta que se convierte en un signo de esperanza para todos.