Por: Antonio R. Rubio Plo
La visión del mundo de Victor Hugo se concibe por divagaciones de largas novelas como Notre Dame de París, Los miserables o El 93, empapadas de desconfianza en la justicia humana, del convencimiento de que la materia equivale al mal, o de un acusado anticlericalismo del que hacen gala incluso sus personajes eclesiásticos, como Claudio Frollo, el canónigo del París medieval, al afirmar que la imprenta acabaría matando a las catedrales. Se comprende así que el auténtico protagonista del poema épico de Hugo, la leyenda de los siglos, sea el hombre que se redime a sí mismo, pese a la admiración confesada del escritor por los relatos de la Biblia en los que aparece un Dios Salvador.
Sin embargo, a Víctor Hugo le conmovían los sentimientos de misericordia cristiana como los demostrados, en Los miserables, por el obispo Bienvenu Myriel hacia el ex presidiario Jean Valjean, al que regala sus candelabros y su cubertería de plata para evitar que vuelva otra vez a la cárcel, tras ser detenido por la policía. Ese es el “pago” de Myriel a quien le ha robado y huido de su casa, donde había sido acogido una noche antes.
Un hombre culto como Don Bosco debió tener, sin duda, noticia del personaje de ficción, el obispo Myriel, y bien podría haberse sentido identificado con estos rasgos del personaje en la descripción del escritor francés: “Hay hombres que trabajan en la extracción de oro; él trabajaba en la extracción de la piedad. La miseria universal era su mina. El dolor extendido por todas partes era siempre una ocasión para el bien. Amaos los unos a los otros, lo asumía por entero, no deseaba otra cosa, y ésta era toda su doctrina”.
No otra cosa había hecho el fundador de los salesianos al salir al encuentro de una juventud marginada y despreciada, pero lo había hecho con el empuje de la fe y el amor cristianos. En contraste, Víctor Hugo pasaba por ser un agnóstico, o si se quiere, un deísta, y no tenía complejos para acercarse a un sacerdote y decirle a la cara que no creía en su Dios ni en ninguna clase de milagros. Además el escritor vivía la habitual contradicción de muchos hombres de su tiempo -y del nuestro-, de rechazar lo sobrenatural y tacharlo de irracional, y a la vez dejarse influir por un espiritualismo cercano a la superstición.
En la noche del 22 de mayo de 1883 el entonces octogenario escritor se dirigió a un sacerdote italiano, de paso por París, en términos un tanto arrogantes. Sin embargo, tras una íntima y larga conversación, se despidió entregándole una tarjeta con su nombre, que hasta entonces no le había revelado. El sacerdote que recibió aquella tarjeta era Don Bosco, al que, por cierto, el escritor dispensaría después uno de sus mejores elogios, el de hombre de leyenda.
Víctor Hugo trató de persuadir a Don Bosco de que lo mejor era vivir en filosofía, habiendo superado la etapa infantil de la religión, y le insinuó que esto consistía en llevar una vida feliz, No había que creer en lo sobrenatural ni en una vida futura, recursos utilizado por los curas para asustar a personas simples y sin preparación. No obstante, el fundador de los salesianos recordó al escritor que no le quedaba mucho tiempo antes de entrar en la eternidad. ¿No le convendría pensar en el porvenir supremo y llamar a un sacerdote? Pero su interlocutor consideraba esa acción como un signo de debilidad, que le cubriría de ridículo a los ojos de sus amigos. A pesar de todo, Hugo se comprometió a meditar en aquel asunto, de tan gran profundidad que iba más allá de la filosofía.
Volvió unos días después y aseguró al sacerdote que quería ser su amigo, que creía en la inmortalidad del alma y en Dios. En consecuencia, deseaba ser asistido en la hora de su muerte por un sacerdote católico que encomendara su alma al Creador, Desgraciadamente esto no sucedió a la hora de su muerte, el 22 de mayo de 1885. El muro protector de familiares y amigos funcionaría, tal y como ha sucedido en casos similares, para espantar a cualquier sotana que se acercara, y el yerno de Hugo, Simon Lockroy, más tarde ministro de Instrucción Pública, actuó como portavoz de la familia para rechazar los últimos sacramentos. Sin embargo, el cardenal Guibert, arzobispo de París, consoló al sacerdote que pretendió auxiliar a Hugo con estas palabras: «No tiene por qué sentirse mal. Usted no estaba junto a la cabecera de Víctor Hugo cuando murió, pero estoy seguro de que el Señor sí lo estaba». No deja ser curioso que al final de Los miserables, cuando Jean Valjean agoniza, asistido por Cosette y Marius, está persuadido de que, junto a su cama, se encontraba el alma de monseñor Myrel, su padre espiritual, el hombre que cambió su vida.
Lo que es seguro que al escritor no le faltarían las oraciones del sacerdote con quien había hablado dos años antes. Don Bosco se había ganado la amistad de Víctor Hugo y se sintió moralmente obligado a revelar sus encuentros con él, tras tener noticia de los funerales laicos preparados por el gobierno republicano francés. ¿Cuál había sido el secreto de Don Bosco para “desarmar” a Hugo? El secreto sólo podía ser un amor misericordioso como el de Cristo. El santo no se limitaba a rezar, pues tenía manifestaciones de cariño con todos los que le rodeaban. Recordemos que Jesús miró al joven rico con cariño y le amó (Mc 10, 21). Don Bosco siempre decía que el amor se expresa en palabras y en acciones e incluso en las expresiones de los ojos y del cuerpo. No nos sorprenden las palabras de otro santo, Giuseppe Benedetto Cottolengo, a Don Bosco, cuando le aconsejaba llevar unas vestiduras más resistentes porque serían muchos los que se colgarían de ellas..