Nací en Checoslovaquia, el entonces país socialista. Ya de muchacho quería ser sacerdote y misionero; escuchaba narraciones de misioneros; leía algún libro y artículo. En mi búsqueda vocacional tuvieron un papel importante los encuentros con los no creyentes y no practicantes de la religión. Ha sido muy importante mi experiencia de tirocinio y el tiempo de estudios teológicos en Italia. Creo que el empujón definitivo que me lanzó a hacer la petición para las misiones fue el deseo de ir a servir allí donde la gente tiene una dificultad objetiva de conocer a Jesús, el Hijo de Dios, y de poder tener una experiencia de Iglesia como comunidad.
Desde hace ocho años vivo en Azerbaiyán, que se encuentra entre Europa y Asia. Es un país postsoviético, laico, multicultural, tolerante con las religiones. El desafío para mí es la vida entre la gente de varias culturas de mentalidad oriental, mayoritariamente musulmana. Me cuesta mucho la lejanía geográfica con los países de ambiente típicamente católico. En este país de 10 millones de habitantes, solo unos tres-cientos son católicos.
A la santa Misa dominical y festiva participan regularmente también unos seiscientos extranjeros. La presencia católica consiste solo en una parroquia confiada a los salesianos. Por fortuna están también presentes las hermanas de Madre Teresa (MC) y las Salesianas (FMA). El reto más grande está, sin embargo, sobre todo, en mis límites personales. Estamos limitados también por el pequeño número de salesianos, sólo ocho, uno de ellos es el obispo.
Pero tenemos muchas alegrías. Entre ellas ciertamente fue la visita del Papa en 2016, la primera Misa del primer sacerdote católico del país y la Ordenación episcopal del nuevo Prefecto apostólico, que es el anterior director de la comunidad. Pero la alegría mayor es escuchar los espontáneos testimonios de los que han encontrado el don de la fe en Cristo. Uno de ellos fue para mí muy significativo. Me encontraba en compañía de un a parroquiano en una aldea de los montes Cáucaso. Habíamos llegado a visitar uno de sus amigos protestante. Todos los días hacía alguna oración en común. Por la tarde confrontábamos nuestras experiencias con la Palabra de Dios.
Un día, estando sobre una colina, desde la que veíamos todo el pueblo, el hombre que nos hospedaba se puso a cantar y a alabar a Dios, después, con la lágrimas en los ojos, nos pregunta, ¿cómo, entre tanta gente solo tu familia ha obtenido la gracia de ser cristiano? En ese momento sentí grande alegría porque a través de mi presencia en Azerbaiyán Dios quiere acercar a sí a los que ha elegido.