El P. Rodolfo “era un sacerdote a carta cabal. Un gran hermano. Un director sencillo. Un sacerdote cercano a su pueblo y a la gente”. Y es que en realidad, como escribe el P. P. Gildásio Mendes, refiere. “El mártir desestabiliza, reconstruye, es libre para proclamar el mensaje del Evangelio. Está al lado de los que sufren, profetiza, grita y su grito es por amor. Se expone frente a los grandes y a veces se le ve tan frágil y catalogado como imprudente. La única cosa que entiende es la razón para amar, para dar vida. El mártir se da a sí mismo, porque sabe que el testimonio es la fuerza más clara de predicar el Evangelio. Así fue la vida del P. Rodolfo”.
Cuando se recuerda el lema sacerdotal del P. Rodolfo: “He venido a servir y dar la vida", es el frase con una “profunda convicción del pacto de amor a Jesucristo y a los indígenas a quienes entregó su vida”. “Rodolfo era un hombre rico en humanidad”. “Los que lo conocieron atestiguan el entusiasmo por la vida, su espíritu de solidaridad, su cercanía fraterna y su incansable dedicación al trabajo”.
En una de sus cartas a la familia, el P. Rodolfo escribía: “Mamá: también hoy el misionero debe estar dispuesto a sacrificar su vida”. Y en una de las visitas a la familia le dijo: “Mamá, no hay nada más hermoso que morir por la causa de Dios”.