En estos días conmemoramos los 30 años de la caída del muro de Berlín, aquel día todos quedaron sorprendidos al ver que el llamado "muro de la vergüenza" se desplomaba y de aquella caída se generaron tantos sueños y esperanzas para un mundo mejor.
Entretanto parece que los miles de pedazos del muro desparramados por el mundo, apenas 30 años después hayan sido semilla de otros muros que fueron construidos en el mundo: 77 muros ya realizados y al menos 45 países están proyectando o construyendo uno. Desde el 2015, más de 800 kilómetros de muros y barreras fueron construidos solamente en Europa y Trump sigue en su empeño de construir una barrera impenetrable entre Estados Unidos y México.
Hace treinta años fue destruido un muro que era el símbolo de la separación de los pueblos y nosotros lo hemos festejado. Hoy la lección fue olvidada y se siguen levantando nuevos muros que dañan la convivencia humana y se vuelven símbolos visibles de separación, miedo, egoísmo, pero sobre todo de la falsa teoría que un muro pueda dar tranquilidad, separando y excluyendo a los indeseables. Un muro que margina a quien es diverso de nosotros, pero que lamentablemente nos aísla y acaba por cerrarnos en nosotros mismos: en nuestras ideas, en nuestras verdades y en nuestras convicciones, empobreciéndonos y bloqueándonos.
Los muros se construyen antes en nuestra cabeza y en nuestro corazón. Ponemos nombres y etiquetas, nos separamos de todos aquellos que "son diversos", que la piensan de otra manera, que no entran en nuestros cánones. Algunos los justifican: es necesario construir muros para protegernos de quien quiere violentar y asesinar, de los adictos a las drogas y de tantos otros peligros. Quizás siempre son más necesarios en un mundo ingobernable, pero esta medida es lógica como la de curar el cáncer con la aspirina, nos son las analgésicos pero las verdaderas medicinas las que curan las enfermedades, y la solución al cáncer social producido por la exacerbación del individualismo y del culto del capitalismo en todas sus formas tiene necesidad de otro tipo de curación de largo término y más radical. Necesita de un cambio de perspectiva y de la posibilidad de recuperar lo que nos vuelve fundamentalmente humanos: el diálogo y la cooperación solidaria como estilo de vida.
También nosotros los salesianos estamos llamados a tener esta nueva lógica.
La primera cosa es derrumbar el muro del orgullo y del malestar y salir de nosotros mismos, aceptar que como Iglesia no podemos presentarnos como sujetos puros e inmaculados, que Dios mismo ya nos ha quitado todo tipo de máscara y nos ha obligado a mirarnos en el espejo y ver quienes verdaderamente somos. Él ha hecho el primer paso. Ahora se nos ofrece la oportunidad de reconstruir puentes con nuestros destinatarios, de dejar nuestros espacios seguros y confortables detrás de los muros y de salir por la calle y comenzar con humildad a caminar con los jóvenes y escucharlos para reconquistar su confianza, a través de nuevas y creativas iniciativas de servicio.
"Construyan puentes y no muros" dijo el Papa Francisco el año pasado en la JMJ. Es la invitación motivadora a luchar para abrir espacios de diálogo, derrumbar sospechas y prejuicios, denunciar aquellos injustos y proponer instancias nuevas y creativas. Es ora de comenzar.