Tras un interrogatorio sumario, aunque ellos fuesen ajenos a cualquier forma de propaganda política, fueron acusados de participar en organizaciones clandestinas y más grave aún, de promover entre los jóvenes -explotando la influencia derivada de su sacerdocio- la cultura nacional en detrimento de la Alemania nazi. Eso fue suficiente para merecer la tortura y el campo de concentración de Auschwitz.
Privados incluso de su nombre, se vieron obligados a llevar los andrajos ensangrentados de quienes antes que ellos no habían sobrevivido a la terrible compañía criminal, a la que estaban destinados los acusados de graves delitos. Casi asfixiados por los nauseabundos vapores de los cadáveres quemados que salían de la chimenea del crematorio, golpeados y agotados por el trabajo inhumano, en poco tiempo cayeron a manos de las SS.
El padre Jan Świerc y el padre Ignacy Dobiasz fueron las víctimas en aquella mañana del 27 de junio de 1941. Por la tarde sufrieron el martirio, uno al lado del otro, el padre Franciszek Harazim y el padre Kazimierz Wojciechowski.
“Este sacrificio fue semilla de vida, semilla de victoria […]. Aquellos pastores [...] por la vida cristiana de cada feligrés y especialmente de los jóvenes [...] pagaron no solo con su buena palabra, no solo con el buen ejemplo de su vida generosa, sino también con el sacrificio y la sangre del martirio”, dijo de ellos el entonces arzobispo de Cracovia y cardenal, Karol Wojtyla, en la homilía del 30 de enero de 1972.
De estos y de otros cinco mártires, los padres Ignacy Antonowicz, Karol Golda, Ludwik Mroczek, Wlodzimierz Szembek, Franciszek Miśka, actualmente se está redactando la Positio super martyrio.
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