Fue su capacidad de ir al encuentro de manera sencilla y afable, de conducir a las personas a Dios, lo que llevó a los altares a esta mujer que tomó valientes decisiones, que adoptó a Uruguay como tierra de misión, y patria donde eligió morir. Su vida revela un vínculo fuerte y decisivo con Don Bosco.
Anna Maria (su nombre antes de tomar el de Francesca al hacerse monja), llegó a Turín en 1862, después de haber perdido a casi toda su familia. Se instaló en casa de su hermana mayor, que estaba casada, y luego pasó a trabajar para una rica condesa. Era la época en la que Don Bosco trabajaba con sus oratorios y ella decidió colaborar con él con esa discreción, prudencia, amabilidad y ternura que siempre la caracterizaban.
Anna Maria no tenía intención de hacerse monja, aunque se había consagrado a Dios cuando vivía en Carmagnola (su tierra natal). En Turín, junto a los jóvenes vulnerables recibidos en los oratorios, descubrió el propósito de su vida y, cuando fue invitada a formar parte del instituto religioso que se estaba formando, consultó a Don Bosco. Y él le dijo: "Mira, Marietina (como él la llamaba), es voluntad de Dios que vayas, y no te preocupes porque tu comunidad durará mucho tiempo, nunca te faltará nada porque mis hermanos -los salesianos- te estarán siempre cerca, y te digo que morirás en tierra ajena".
Estas profecías de Don Bosco a su afectuosa Marietina se han cumplido. De hecho, en su misión incorporó muchas características del Sistema Preventivo, como el deseo de cuidar a los jóvenes abandonados para educarlos para darles dignidad en sus vidas.
A sus hermanas, instaladas en la casa donde hoy reposan sus restos, en Belvedere, ella les indicó que su misión era cuidar y cultivar los corazones jóvenes que Dios les confía para que sean "honor de la Iglesia y del país". Esta frase es casi una réplica de la famosa expresión de Don Bosco de formar "buenos cristianos y honrados ciudadanos".