¿Un año en África es mucho? Antes de mi viaje a Zambia me lo preguntaba a menudo. Me alegro que Dios me haya llevado a Zambia por un año. Me otorgó el tiempo y la paciencia para llegar a cada una de las niñas. Sobre todo para comprender ¿por qué sufren?
Antes de iniciar mi voluntariado hablé mucho con Dios. Me peleaba con Él: pensaba que eso no es para mí, que no lo lograría hacer. Hoy sé que me envió a Zambia para cambiar mi corazón y mi manera de pensar. Tenía que viajar a la otra del mundo para apreciar mis padres, lo que me dieron en la vida y la forma como me educaron. Y sobre todo aprecié el regalo de la Eucaristía. Vi la gente de la selva que esperaba meses para recibir la Eucaristía. La misa a las 6:00 AM se volvió un fundamento de mi misión en África.
Me acuerdo de Nellie. Me contaba sin parar las historias de dragones y princesas. ¿De dónde las conocía? Es un misterio, porque hasta donde yo sé nadie le leyó cuentos de cuna. Ella vive desde hace apenas unos años en la “Ciudad de la Esperanza”. Me acuerdo de Cecilia, por lo general llegaba tarde a las clases, entonces le dije que se quedara para hacer el trabajo atrasado. Se ofendió y no me habló toda la semana. Después de una semana no aguantó. Cuando rezábamos el rosario se sentó a mi lado. Me cogió la mano y dijo: Te extrañé. Desde aquel tiempo siempre llegaba puntual. A menudo me faltaban dedos en las manos para que cada niña pudiera cogerme de la mano. Para que se sintiera querida, no tanto por mi como por Dios.
Viví un año maravilloso. Un año de la vida común con la gente excepcional y con Dios aún más excepcional. Las misiones me enseñaron a agradecer a Dios por el tiempo, el lugar y los niños a cuales me envió.