Sobrino de san José Cafasso por parte de madre, José Allamano nació el 21 de enero de 1851, en Castelnuovo d’Asti. Estudió el bachillerato en Valdocco y, como educador, tuvo nada menos que a Don Bosco en persona. A los veintidós años fue ordenado sacerdote en Turín y de inmediato se le confió la formación de los jóvenes seminaristas. A los veintinueve años se convirtió en rector del santuario mariano más importante de la ciudad, dedicado a la “Madonna Consolata”, y fue formador del joven clero en el Convitto Ecclesiastico.
El 29 de enero de 1901 fundó en Turín el Instituto de los Misioneros de la Consolata. El boletín del santuario, La Consolata, anunció su creación con una expresión profética: “El culto a la Consolata no será solo contemplativo, sino activo”. Es decir, con las misiones, el santuario mariano adquirirá una dimensión universal.
El 8 de mayo de 1902 partieron hacia Kenia los primeros cuatro misioneros: dos sacerdotes y dos hermanos coadjutores, seguidos, al final de ese mismo año, por otros cuatro sacerdotes y un laico. En 1910 José Allamano fundó el instituto femenino de las Misioneras de la Consolata. Falleció el 16 de febrero de 1926, en Turín. Su cuerpo ahora se conserva y venera en la Casa Madre de los Misioneros de la Consolata, en Turín. Fue beatificado por el papa Juan Pablo II el 7 de octubre de 1990.
En el otoño de 1862, José, con once años de edad, ingresó en el oratorio salesiano de Turín-Valdocco para realizar sus estudios de bachillerato. Eran los años de Don Bosco, sacerdote educador, presente entre los jóvenes en el patio y en el contacto directo en la confesión, con las “buenas noches” bajo el pórtico. Eran los años marcados por el testimonio de santo Domingo Savio, Miguel Magone, Francisco Besucco, y de los primeros salesianos. Con un talento vivo, el joven Allamano pudo completar sus estudios en solo cuatro años, siendo siempre el primero de la clase. En su tercer año fue nombrado también asistente.
Testimonian, además su dedicación al estudio, los cuadernos de esos años, cada uno de los cuales es un pequeño modelo de orden. Escribía todo y conservaba todo, lo que, para un joven de menos de quince años, es indicio de una diligencia poco común. Más que nadie, lo amaba y apreciaba el mismo Don Bosco, su confesor durante todo ese tiempo. Conocedor de los jóvenes, Don Bosco habría querido que se quedara en el Oratorio y lo indujo a ingresar en la Sociedad Salesiana. Pero no hubo manera.
En cambio, sucedió que, para evitar nuevas insistencias, el joven se fue del Oratorio sin despedirse, el 19 de agosto de 1866. Probablemente, esta decisión se debió a la vida “demasiado movida y ruidosa” de Valdocco, que él no consideraba adecuada para sí. Más tarde, Don Bosco le reprochó dulcemente: “¡Me la has jugado!... Te fuiste sin despedirte de mí”. Se fue sin despedirse de Don Bosco, pero llevando consigo su espíritu, así como un profundo agradecimiento hacia el gran Maestro. Era Dios quien guiaba los eventos según sus fines admirables.
En el proceso de beatificación de Don Bosco, Allamano testificó: “Era amado por todos por su bondad y recibía de todos signos de reverencia y afecto. Su método era atraer los corazones, y no supe que nadie se quejara de él… A mí, su penitente, me parecía que me leía el corazón y adivinaba muchas cosas… Recuerdo en particular sus llamados sueños, en los que, uno cada año, nos indicaba el estado de nuestra conciencia, que luego manifestaba a cada uno en privado, aprovechando la ocasión para darnos consejos y avisos oportunos”.
Finalmente, merece ser recordado que en el Archivo de la Postulación General Salesiana se conserva un documento de valor histórico: la nominación hecha el 18 de marzo de 1925 por el canónigo Giuseppe Allamano, rector del Santuario de la Consolata y del Convitto Ecclesiastico de Turín, de padre Francesco Tomasetti, procurador general de los Salesianos, como postulador de la Causa de Beatificación y Canonización del venerable José Cafasso, de la cual Allamano fue iniciador y promotor.