De niño, Augusto Bertazzoni fue discípulo de San Juan Bosco en Turín y fue uno de los que, en 1887, ofrecieron su vida por la salvación del santo de los jóvenes, que también había profetizado la mitra episcopal al joven Augusto. Era amigo de P. Luis Orione y del P. Juan Calabria, sacerdotes, hoy santos. Entró en el seminario de Mantua, cuando era rector Mons. Giuseppe Sarto, hoy San Pío X, con el gran deseo de ser sacerdote. Fue nombrado Arcipreste y párroco de San Benito Po, donde ejerció su ministerio del 30 de abril de 1904 al 30 de junio de 1930.
Elegido por Pío XI para la cátedra episcopal de Potenza y Marsico, consagrada el 15 de agosto de 1930, entró en la diócesis el 29 de octubre. En su discurso de inicio dijo que “traería la paz, la paz de Cristo en todos los corazones”. Cuidó de las vocaciones, renovó el clero, comprometió a los laicos en la catequesis, la acción católica, las obras de caridad, la cultura y la solidaridad social. Educador clarividente de los jóvenes, exhortaba al compromiso educativo de sus sacerdotes, así como de los religiosos y religiosas, a quienes recomendaba tener un espíritu de paternidad para las nuevas generaciones.
Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando las bombas destruyeron el episodio de Potenza, decidió permanecer cerca de su rebaño: trabajó para ayudar a los judíos y a los disidentes políticos. Después de la guerra fue una figura de equilibrio entre las diversas fuerzas políticas y se dedicó a curar las heridas de la guerra mundial y a la ardua y generosa labor de renacimiento y reconstrucción espiritual, moral y material de la diócesis. Fue Padre del Concilio Vaticano II.
Mons. Bertazzoni, verdadero hombre de Dios, hombre de fe y de oración, estaba atento a las necesidades espirituales de los fieles y también de los no creyentes, por quienes se dedicó hasta el final. Las características de su episcopado se resumen en su amor a Dios y al prójimo sin distinción, en su obediencia al Papa y a la Iglesia, en su actitud paternal hacia los sacerdotes y seminaristas, en su ardiente celo pastoral. Llevó una vida de sencillez, marcada por la humildad, la pobreza y el espíritu de sacrificio. Fue testigo del deseo sobrenatural y apasionado de llevar a Dios de vuelta a la historia en todos los niveles, personal, familiar y social.