Conquistado por la santidad de Don Bosco, entró al noviciado a los 15 años, viviendo toda su adolescencia y juventud como un auténtico enamorado de Jesús y de María. Con profunda espiritualidad cristocéntrica y mariana vivió la preparación y el ministerio sacerdotal, así como el empeño en el estudio y en la docencia académica.
En los años de estudio que realizó en Roma, su profesores jesuitas lo eligieron para una disputa pública (12 de diciembre de 1946), en la Universidad Gregoriana, sobre la 'definibilidad' del dogma de la Asunción de María, ante importantes autoridades eclesiásticas y civiles, entre las cuales nueve cardenales y el futuro Papa, Pablo VI. Fue un advenimiento que tuvo un éxito estrepitoso y lo hizo volver una autoridad en el sector.
Don Quadrio le escribió el 29 de diciembre sucesivo al entonces Rector Mayor don Pietro Ricaldone: “ El Santo Padre [Pio XII] se ha benignamente interesado de la disputa y hace algunos días ha mandado a pedir una copia del discurso de apertura y de las respuestas a las dificultades”.
Animado por los docentes y bajo la dirección del padre Carlo Boyer, inició una tesis en continuidad con la disputa, El tratado «De Assumptione Beatae Mariae Virginis» del Pseudo-Agustino y de su influencia en la teología asuncionística latina, defendida el 7 de diciembre de 1949, en la inminencia de la definición del dogma, que Pío XII proclamó el 1° de noviembre de 1950.
Don Quadrio interpreta el sentido de la glorificación de la Virgen como la realización plena de su docilidad a la guía del Espíritu, por lo que María representa, si bien en su singularidad, el modelo sublime del alma constituido por Dios.
“La muerte de María fue muerte de amor: el amor de Dios se volvió tan intenso y ardiente que al final desató los lazos que tenían a aquella creatura divina atada a la vida en esta tierra. Aquel santísimo organismo no resistió más, sino que quedó subyugado a la intensidad del amor” (Homilías, pp. 168-169).
Con determinación don Quadrio explica el significado del dogma de la Asunción: “Existe una vida eterna. Es después de la muerte que inicia la vida [...]. Morir es volver a casa, dejar entreabierta la puerta y decir: ‘Padre mío, he llegado, aquí estoy’”. (Homilías, pp. 173-174).
La glorificación de María en el Espíritu evidencia el valor del cuerpo humano, de la pureza cristiana y del empeño en general creyente que vive en la esperanza la espera de la resurrección.
La acción del Espíritu lleva consigo el signo del cumplimiento; el Espíritu “embelleció aquel corazón y realizó la obra maestra de la gracia, digna de secuestrar el tiempo por la eternidad”. (Conversaciones, p. 228).