A Eugene Obwoya no le importaba tener cinco hijos con un trabajo estable fuera del asentamiento, entre ellos una profesora en la Universidad en Juba, un administrativo en Kampala, la capital de Uganda, y un ingeniero de telecomunicaciones en China. Su sitio estaba en el asentamiento a pesar de que en su familia se lo rifaban para que tanto él como su mujer, Agnes, una maestra jubilada, dejaran esa vida llena de incomodidades y dificultades en Palabek y disfrutaran de sus últimos años de vida en paz.
Pero Eugene, ingeniero agrónomo durante toda su vida, siempre lo tuvo claro: “Es la tercera vez que vivo en un asentamiento de refugiados, y soñar con la paz en Sudán de Sur y con poder ayudar a mis compatriotas me mantiene con vida”, destacaba hace un año.
Él fue la persona por la que los Salesianos empezaron a vivir en Palabek. En Sudán del Sur ya era catequista, y en el asentamiento dirigía las oraciones de los primeros refugiados bajo los árboles. Al llegar el primer salesiano para ver el trabajo que hacían las ONG con los refugiados, Eugene le pidió que celebrara la misa y que regresara con asiduidad, y así, hasta que los primeros tres salesianos, el padre Uba entre ellos, se quedaron a vivir en su choza.
Siempre dispuesto a ayudar, Eugene siempre ofrecía una silla y un té para poder hablar tranquilamente junto a su ‘tukul’ (choza). “Llevo años jubilado y es verdad que en Sudán del Sur tenía un amplio terreno para cultivar, árboles frutales y maquinaria suficiente para alimentar a mi familia y vivir de forma desahogada”, recordaba siempre, “pero mi sitio ahora está aquí, ayudando en lo que puedo a los más jóvenes”.
Los domingos ejercía de monaguillo en las misas y siempre estaba atento para tenerlo todo organizado. Un día que le costó leer una de las lecturas fue el primer síntoma de que algo no iba bien en su salud. Hace ocho meses, cuando Misiones Salesianas y Jóvenes y Desarrollo rodábamos el documental Palabek. Refugio de esperanza, le entregamos una foto de las que le hicimos unos meses antes, durente el primer viaje. En ese momento nos enseñó su última idea: una pequeña granja de pollos para mitigar el hambre en el asentamiento y a la vez fomentar la economía local.
Ahora Palabek llora la ausencia de Eugene, el hombre bueno al que todo el mundo conocía y pedía consejo.
Alberto López Herrero